La temblorosa mano se
estiró para inspeccionar la amarillenta carta. Los ojos tardaron un rato largo
lograr descifrar el escrito, a pesar de que aquella elegante letra había sido
en cierta época, para él, muy fácil de leer:
Eran tiempos sencillos y románticos. Un joven honesto y trabajador podía lograr todos sus sueños sin salir mucho más allá de las diez calles que tenía el pueblo. Las noches de fiestas eran comunes, para gusto de las muchachas, quienes pavoneaban sus vestidos adornados con sus miradas y sonrisas, lo cual era del gusto de los muchachos. Fue en una de esas noche que Gregorio Toro conoció a Margarita Cortez.
Sus encuentros eran pocos pero muy felices; ambos llevaron el romance con mucha discreción y eso les dio algunas semanas de secreta dicha. Pero los viejos suelen decir que en pueblo pequeño, infierno grande.
Sin embargo, Gregorio, ahora, no recordaba el mal trago de aquellos tiempos, cuando se produjo el infierno, sino la dicha que vino luego:
Lo amable que había sido el barrigón panadero que lo trató como a un hijo y le dio trabajo; la dicha de conseguir una casa barata y acogedora. Sin mencionar los años en los que el hogar se llenó de dichosas carcajadas de niños que lo amaban y admiraban. Todo vivido junto a aquella mujer que le había dicho adiós a su familia, pueblo y vieja vida por hacerlo feliz viviendo en la ciudad.
Sin embargo, en este momento, esa carta destruía lo logrado después de tantos años de esfuerzos. Una lágrima rodó por la arrugada mejilla de Gregorio mientras releía las últimas palabras que le dedicó Margarita:
Eran tiempos sencillos y románticos. Un joven honesto y trabajador podía lograr todos sus sueños sin salir mucho más allá de las diez calles que tenía el pueblo. Las noches de fiestas eran comunes, para gusto de las muchachas, quienes pavoneaban sus vestidos adornados con sus miradas y sonrisas, lo cual era del gusto de los muchachos. Fue en una de esas noche que Gregorio Toro conoció a Margarita Cortez.
-Buenas
noches señorita, usted no es de por aquí ¿cierto?- Dijo el moreno Toro
-¿Qué
me delata? ¿la falta de acento?-Dijo sarcástica la rubia.
-
No, sino que ande sola por acá cuando hay fiesta pa’ ya – Dijo Toro con
un gesto de la barbilla
-No
disfruto de tales eventos… prefiero la tranquilidad- miró al hombre- Aunque es
muy solitaria.
Con la sonrisa Toro
le dio a entender que ya no estaría sola, y no solo durante esa fiesta. Las
noches de Margarita se llenaron de secretas visitas de aquel joven que aún con
ropas baratas la conquistaba con palabras tan bellas como joyas. Los domingos
que eran latosos, por los largos almuerzos a los que era invitada con su
familia, se hicieron esperados porque él, por ser tan apreciado en el pueblo,
solía ser invitado también.
Sus encuentros eran pocos pero muy felices; ambos llevaron el romance con mucha discreción y eso les dio algunas semanas de secreta dicha. Pero los viejos suelen decir que en pueblo pequeño, infierno grande.
Sin embargo, Gregorio, ahora, no recordaba el mal trago de aquellos tiempos, cuando se produjo el infierno, sino la dicha que vino luego:
Lo amable que había sido el barrigón panadero que lo trató como a un hijo y le dio trabajo; la dicha de conseguir una casa barata y acogedora. Sin mencionar los años en los que el hogar se llenó de dichosas carcajadas de niños que lo amaban y admiraban. Todo vivido junto a aquella mujer que le había dicho adiós a su familia, pueblo y vieja vida por hacerlo feliz viviendo en la ciudad.
Sin embargo, en este momento, esa carta destruía lo logrado después de tantos años de esfuerzos. Una lágrima rodó por la arrugada mejilla de Gregorio mientras releía las últimas palabras que le dedicó Margarita:
“No
me importa que ya planearas dejarla antes de conocerme, estás comprometido con
ella y espera a tu hijo. Así que si quieres huir de este conservador pueblo que
no perdonará tus vagabunderías (porque ellos se van a enterar, créeme) que sea
con ella”.
Gregorio levantó la
mirada y vio a la mujer que con el tiempo había aprendido a amar, a la cual
estaba a punto de pedirle perdón arrodillado cuando ella dijo:
-No
te equivoques, no me voy porque esté herida sino justamente porque tu traición
no me importa.
Fin
Cuando tenía quince leí “El túnel” de Ernesto Sabato. En ese entonces yo le
comenté a mi mamá que la mujer del libro me parecía una mala persona pues
traicionaba a su esposo (un hombre maravilloso según se puede entender) con el
desagradable protagonista. Mi mamá me explico algo que aún no entiendo por
completo: que cuando se lleva muchos años de casados suelen surgir pactos
tácitos entre los pares para permitir cosas así, se hace
necesario.
Recordando eso
escribí este cuento. Gregorio no se casó con Margarita sino que tuvo que huir
con la mujer con la que tenía una obligación. Sin embargo, aprendió a amarla;
irónicamente su esposa en el fondo jamás lo amo, ella también estaba con él por
obligación. La diferencia es que esta mujer no se dio cuenta hasta muy vieja al
leer la carta, que debería herirla como un puñal, como quien lee un anuncio del
periódico.
Entonces, ahora al
pensar en las afirmaciones de mi mamá y en esta historia (que podría pasarle a
cualquiera) me quedo pensando hasta dónde deberían llegar los pactos con los
otros y los pactos para con uno mismo.
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