miércoles, 26 de enero de 2011

Cuento: Amargos tragos del pasado y del presente también

La temblorosa mano se estiró para inspeccionar la amarillenta carta. Los ojos tardaron un rato largo lograr descifrar el escrito, a pesar de que aquella elegante letra había sido en cierta época, para él, muy fácil de leer:


Eran tiempos sencillos y románticos. Un joven honesto y trabajador podía lograr todos sus sueños sin salir mucho más allá de las diez calles que tenía el pueblo. Las noches de fiestas eran comunes, para gusto de las muchachas, quienes pavoneaban sus vestidos adornados con sus miradas y sonrisas, lo cual era del gusto de los muchachos. Fue en una de esas noche que Gregorio Toro conoció a Margarita Cortez.


-Buenas noches señorita, usted no es de por aquí ¿cierto?- Dijo el moreno Toro

-¿Qué me delata? ¿la falta de acento?-Dijo sarcástica la rubia.

- No, sino que ande sola por acá cuando hay fiesta pa’ ya –  Dijo Toro con un gesto de la barbilla

-No disfruto de tales eventos… prefiero la tranquilidad- miró al hombre- Aunque es muy solitaria.


Con la sonrisa Toro le dio a entender que ya no estaría sola, y no solo durante esa fiesta. Las noches de Margarita se llenaron de secretas visitas de aquel joven que aún con ropas baratas la conquistaba con palabras tan bellas como joyas. Los domingos que eran latosos, por los largos almuerzos a los que era invitada con su familia, se hicieron esperados porque él, por ser tan apreciado en el pueblo, solía ser invitado también.


Sus encuentros eran pocos pero muy felices; ambos llevaron el romance con mucha discreción y eso les dio algunas semanas de secreta dicha. Pero los viejos suelen decir que en pueblo pequeño, infierno grande.


Sin embargo, Gregorio, ahora, no recordaba el mal trago de aquellos tiempos, cuando se produjo el infierno, sino la dicha que vino luego:


 Lo amable que había sido el barrigón panadero que lo trató como a un hijo y le dio trabajo; la dicha de conseguir una casa barata y acogedora. Sin mencionar los años en los que el hogar se llenó de dichosas carcajadas de niños que lo amaban y admiraban. Todo vivido junto a aquella mujer que le había dicho adiós a su familia, pueblo y vieja vida por hacerlo feliz viviendo en la ciudad.


Sin embargo, en este momento, esa carta destruía lo logrado después de tantos años de esfuerzos. Una lágrima rodó por la arrugada mejilla de Gregorio mientras releía las últimas palabras que le dedicó Margarita:


“No me importa que ya planearas dejarla antes de conocerme, estás comprometido con ella y espera a tu hijo. Así que si quieres huir de este conservador pueblo que no perdonará tus vagabunderías (porque ellos se van a enterar, créeme) que sea con ella”.


Gregorio levantó la mirada y vio a la mujer que con el tiempo había aprendido a amar, a la cual estaba a punto de pedirle perdón arrodillado cuando ella dijo:


-No te equivoques, no me voy porque esté herida sino justamente porque tu traición no me importa.

Fin


         Cuando tenía quince leí “El túnel” de Ernesto Sabato. En ese entonces yo le comenté a mi mamá que la mujer del libro me parecía una mala persona pues traicionaba a su esposo (un hombre maravilloso según se puede entender) con el desagradable protagonista. Mi mamá me explico algo que aún no entiendo por completo: que cuando se lleva muchos años de casados suelen surgir pactos tácitos entre los pares para permitir cosas así, se hace necesario.  

 Recordando eso escribí este cuento. Gregorio no se casó con Margarita sino que tuvo que huir con la mujer con la que tenía una obligación. Sin embargo, aprendió a amarla; irónicamente su esposa en el fondo jamás lo amo, ella también estaba con él por obligación. La diferencia es que esta mujer no se dio cuenta hasta muy vieja al leer la carta, que debería herirla como un puñal, como quien lee un anuncio del periódico.


Entonces, ahora al pensar en las afirmaciones de mi mamá y en esta historia (que podría pasarle a cualquiera) me quedo pensando hasta dónde deberían llegar los pactos con los otros y los pactos para con uno mismo.

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